jueves, 3 de diciembre de 2015

Janela guaraní

-Ruth, Adiós se va a leer en Brasil y yo les mandé el texto lo más neutro posible, pero después me pidieron el texto con el guaraní, y les mandé y ahora quieren leer con el guaraní, y quieren que yo les grabe referencias, y vos sabés que yo no pronuncio bien. Les expliqué con vergüenza que no soy guaraní parlante, que entiendo pero no hablo y que armé las partes con ayuda de todos. Te tengo que grabar, por favor. Ya les mandé un video, pero quieren algo más concreto. ¡Ayuda!

Más o menos ese fue el pedido de socorro. Al día siguiente con el celular, uno "más babado" -calificación que hizo Ruth de mi teléfono corporativo- grabamos  la batería de audios para  Belo Horizonte.

De vuelta en casa me invadió otra vez el cuestionamiento sobre cómo es que no aprendo el guaraní o más bien cómo es que no me tiro a hablarlo aunque sea un poco. Ese guaraní que escuché toda la vida en casa de mi abuela, en Acahay (pero que no se hablaba en mi casa, aún cuando mi papá era un migrante campo-ciudad), el que usaban los adultos cuando se contaban secretos y que servía (según creían) para dejarnos excluidos.  Noté que siempre me lo presentaron como "distancia", como "muro", como "prohibición", como algo que no era mío, como algo de "los grandes". Algo que se tiene que "hablar bien o no se habla". Y crecí con una extraña fascinación por ese "secreto", por eso "ajeno", pero que sin embargo entendía y que podía sentir adentro (algo parecido me pasa muy inexplicablemente con los tambores del candombe, cuyo retumbar me hace llorar siempre, siempre, siempre).
Ese guaraní que me enseñaron en el colegio y en la facultad (razón por la cual  por lo menos lo puedo escribir precariamente) no me alcanza, solo evidencia mi cojera: soy una silla de tres patas. Puedo reírme del chiste o temblar ante el golpe del agravio, pero no puedo dar esa réplica picante o filosa cuando se requiere.  Así, muchas veces, tuve que quedarme callada en el móvil del diario escuchando los comentarios de los choferes, para finalmente muy pichada decirles:
-¿Eso piensan de mí?  o -¿Creen que porque no les contesto no entiendo?
Y poco a poco tuve que abrazar mi contradictoria condición de paraguaya que no habla guaraní; reconciliarme con la decisión de mis padres de callar ese idioma que trajeron del campo, pero que a ellos ya les prohibieron hablar. Asumí que era cosecha de la grieta. Soy un fruto injertado. Hay momentos históricos y culturales que se cristalizan en mí, en mis hermanos y  que marcaron a toda una generación de hombres y mujeres a los que se les había arrancado la lengua. Soy (y no). Estoy partida en dos. No soy bilingüe.
Y es así, que Adiós Rohejata es una muestra de esa dicotomía: Mi raíz, como las raíces de mi madre, de mi padre, de mis hermanos... está quemada. Yo sin haberme movido, soy una exiliada, una migrante, una expulsada de esa cultura que debia incluirme, que  tendría que haberme alimentado con su voz, con su dolor, con calor y su belleza. Estoy incompleta. Soy una penitente que duda cada vez que debe pronunciar algo frente a otros. Soy una ventana con rejas.
 Soy hija del desarraigo.